Resumen del libro
La Universidad Central durante la Segunda República fue uno de los espacios intelectuales más atractivos de la denominada Edad de Plata de la cultura española, y constituyó en sí misma un verdadero núcleo de excelencia científica y académica a la altura del esplendor artístico y literario de aquellos años, aportando a la nómina de intelectuales más destacados los nombres de muchos de sus profesores.
Aquella Edad de Plata universitaria que se venía gestando en los años veinte con el progresivo acceso a las cátedras de una nueva generación más preparada que debía buena parte de su formación a las estancias en algunos de los principales centros de investigación europeos y a la actividad de los institutos y laboratorios de la Junta para Ampliación de Estudios, tuvo su momento de mayor apogeo durante la Segunda República por una cuestión de madurez intelectual y respaldo institucional.
El plantel de profesores de la Facultad de Filosofía y Letras era algo extraordinario. En sus aulas se podían escuchar las clases de metafísica de José Ortega y Gasset, las de filología de Ramón Ménendez Pidal, las de historia del arte de Elías Tormo, las de historia medieval de Claudio Sánchez-Albornoz, las clases de lógica del líder socialista Julián Besteiro, las de historia de la lengua de Américo Castro, las de filosofía del joven José Gaos o las de ética de su decano Manuel García Morente, junto a los que también impartían clase el ministro Domingo Barnés, el arabista Miguel Asín Palacios, al paleógrafo Agustín Millares Carlo, el pedagogo Luis de Zulueta, o el paleontólogo Hugo Obermaier, entre otros. Todos ellos eran figuras de extraordinario relieve en sus respectivas disciplinas, pero además tenían una gran ascendencia sobre la vida cultural española de la época, muchos de sus libros contaban con miles de lectores, y algunos desempeñaron además papeles muy relevantes en la vida política española.
La Facultad de Derecho contaba también con una brillante nómina de destacadas personalidades de la justicia, la abogacía, el derecho y la vida política. Eran catedráticos entonces figuras como los ilustres juristas internacionales Rafael Altamira y José Yanguas Messía, los ministros Fernando de los Ríos y Agustín Viñuales Pardo, el célebre penalista y padre de la constitución republicana Luis Jiménez de Asúa, el historiador del derecho Galo Sánchez, los conocidos juristas Felipe Sánchez Román y Joaquín Garrigues y Díaz-Cañabate, el economista Antonio Flores de Lemus, o el secretario de la Junta para Ampliación de Estudios José Castillejo, por mencionar sólo a algunos.
La Facultad de Medicina contaba también con un buen número de científicos de reconocido prestigio internacional, muchos de ellos discípulos de la afamada escuela histológica española de Ramón y Cajal. El histólogo Jorge Francisco Tello, el terapeuta Teófilo Hernando, el endocrino y famoso humanista Gregorio Marañón, el oftalmólogo Manuel Márquez, los patólogos Gustavo Pittaluga, Carlos Jiménez Díaz y León Cardenal, el ginecólogo Manuel Varela Radio, o el fisiólogo Juan Negrín, que era diputado socialista y llegó a ser el último primer ministro de la República.
En la Facultad de Farmacia destacaban figuras como los químicos Antonio Madinaveitia y José Giral Pereira, o el botánico José Cuatrecasas, mientras que en la Facultad de Ciencias las clases estaban a cargo de científicos de la talla del matemático Julio Rey Pastor, el físico Blas Cabrera, el zoógrafo Cándido Bolívar, el geofísico Arturo Duperier, el geólogo Eduardo Hernández Pacheco o el químico Miguel Catalán.
Curiosamente escasean en todas las facultades los nombres femeninos, que seguramente hubiesen accedido pronto a las cátedras de no haber sido cercenada en tan poco tiempo la democracia española, pues en los peldaños inferiores del escalafón empezaban a despuntar ya las carreras de María de Maeztu, Dorotea Barnés o María Zambrano, y eso también era un componente propio de los cambios sociales desarrollados por la Segunda República.