Resumen del libro
A comienzos del siglo XXI los estudios institucionales sobre la democracia romana se hallan en sus inicios. La afirmación, de por sí sorprendente, se ajusta sin embargo a la realidad. Que a estas alturas de la tradición de los estudios romanísticos comprobemos la existencia de una parcela aún escasamente cultivada —hay excepciones parciales como la de A. Guarino y, desde otra perspectiva, los estudios de R.L. Taylor y, entre nosotros los debidos a J.F. Rodríguez Neila—, desatendida e incluso minusvalorada por muchos especialistas no puede ser fruto del azar. ¿Cuáles son las claves de este olvido intencionado de las instituciones participativas romanas?
El hecho mismo de que tengamos que acudir por necesidades de comprensión a un término griego, demokratía, en vez de utilizar la expresión romana correspondiente, civitas popularis —que ni siquiera ha dado un término derivado equiparable en las lenguas romances— nos pone en el camino correcto para intentar solucionar este enigma. Hasta finales de la Edad Media, lo señala José Antonio Maravall en su obra maestra Antiguos y Modernos (segunda edición de 1986), la Antigüedad es predominantemente latina, romana. No sólo en lo literario o artístico, sino también en lo concerniente a los estudios de derecho constitucional y, en general, respecto a todo lo que tiene que ver con el campo de la política. Y ello a pesar del prestigio indudable de las obras de Platón y Aristóteles. En la esfera política, sin embargo, la translatio imperii operada en la Europa Occidental por obra de Carlomagno y la continuidad institucional que, al menos como modelo, se estableció entre la Roma de los césares y el Imperio y los reinos medievales, llevó aparejada una inevitable identificación de la idea de Roma con la idea de Imperio, según se observa, por ejemplo, en Las Partidas. Aun entonces perdurará el recuerdo de una lex regia; es decir, el principio de que el poder del emperador reside en último término en la cesión realizada por el pueblo (Partida II,1,1), en la presencia actual de un consensus populi canalizado a través de los efectos del contrato de mandato.
Se olvidaba, no obstante, quizá como efecto de la propia continuidad substancial, que el mundo de las ciudades medievales es institucionalmente un mundo romano. Y que la ideología que sirve de fondo legitimador al autogobierno ciudadano, elaborada sobre todo en el siglo XIII, se funda esencialmente en fuentes romanas, según la conocida tesis puesta ahora de manifiesto por Quentin Skinner en su Liberty Before Liberalism (1998). Es inquietantemente significativo que cuando Paul Veyne, en ese libro modélico, verdadera enciclopedia iniciática para el estudio de la sociedad antigua que es Le pain et le cirque (1976), describa con un solo término la naturaleza política de la Florencia de Dante, no dude en utilizar la palabra polis: hubiera sido más respetuoso con la realidad histórica acudir, por ejemplo, a la latina civitas. A decir verdad, los consules romanos habían “reaparecido” mucho antes: como magistrados ciudadanos elegidos ya en Pisa en el año 1085; después en ciudades como Milán, Génova o Bolonia. Conforme a lo que indica Fergus Millar, The Roman Republic in Political Thought (2002), la elección del título de la magistratura —y otros equivalentes— no deja lugar a dudas sobre las intenciones y orígenes de la propuesta realizada.
Sin embargo, la ruptura con Roma provocada por la Reforma tuvo unas repercusiones que fueron más allá de las obvias consecuencias religiosas. En las sucesivas ediciones de la muy influyente obra de Calvino, Instituciones de la religión cristiana (la primera en latín es de 1536; siguen seis reediciones francesas, en vida del autor, hasta la del 1560) se comprueba de modo ejemplar este nuevo clima intelectual. El rechazo formal por lo romano, la preferencia por el Antiguo Testamento y los autores griegos, la preterición del derecho canónico: todos ellos son elementos que conviven, no obstante, con algunos principios esenciales de la romanidad, en este caso republicana. Observamos una identificación entre el Estado y la Iglesia; el gobierno ciudadano se presenta como un ordenamiento divino. Para combatir los posibles abusos del monarca la asamblea representativa —éste sí un punto de discontinuidad— de los tres estados asume unas competencias que explícitamente se equiparan a la de los antiguos éforos, tribunos de la plebe o demarcos (obsérvese con cuidado el orden de las magistraturas citadas). La nueva iglesia, sinodal y presbiterial, recuerda parcialmente en algunos de los puntos de su organización la realidad de los colegios sacerdotales romanos pre-cristianos e incluso evoca la realidad del primer Cristianismo, por ejemplo, en la elección de los candidatos al episcopado. Hay, pues, una tendencia inicial a utilizar ropajes griegos para describir realidades cuya continuidad en Europa era efecto claro del período romano considerado en toda su amplitud. Seguidores fieles de Calvino, como es el caso eminente de Johannes Althusius, pueden ser calificados sin más como romanistas, exquisitos cultivadores del derecho romano en obras como su Jurisprudentiae Romanae libri duo ad leges methodi Ramenae et tabellis illustrati, aparecida en Basilea en el 1586. Este empleo del derecho romano, sobre todo de sus categorías contractuales de la sociedad y el mandato, produjo un reajuste beneficioso en los planteamientos teocráticos calvinistas. Pero no faltan en esas mismas filas enemigos acérrimos del derecho romano, como por ejemplo F. Hotman, con su Antitribonien (1567) —compatible con la defensa del principio de la soberanía popular—.
Por lo demás, el gusto por la expresión griega conservando la romana substancia se da también en el campo de los pensadores de la Iglesia Católica en esta época, tal vez por medio de la influyente figura de Erasmo. Así, en la helenizada Utopía de Tomás Moro (1515) se describe un gobierno federal compuesto por cincuenta y cuatro ciudades con magistrados elegidos cada año; los sacerdotes no tienen poder civil; y el príncipe, electivo, es vitalicio salvo que aspire a la tiranía. En Moro el platonismo político alcanza el límite máximo de su influencia y, aun entonces, la huella romana —quizá por mediación no del todo consciente del De civitate Dei agustiniano— es también visible.
En contra de las apariencias —reforzadas por prejuicios casi nunca confesados— el primer pensamiento cristiano no fue siempre hostil a las tradiciones políticas romanas de raíz republicana. En este sentido juega un papel destacado la figura de Ambrosio, obispo de Milan entre los años 374 y 397. En una época en la que el Cristianismo había conocido ya los inconvenientes imprevistos de la protección estatal, sobre todo durante el reinado filoarriano de Constancio II, emperador único entre el 350 y el 361, Ambrosio reivindica el patrimonio ético y político de la época republicana; la república misma es valorada como pulcherrimus rerum status (Exam. 5,15,52), es decir, como el modelo político por excelencia. Del pensamiento ambrosiano interesa destacar, además, el énfasis con el que defiende la libertad de expresión, libertas dicendi, verdadera conciencia crítica y defensa frente a los actos arbitrarios de poder, encomendada en esta época a los sacerdotes de Cristo (vid. Epp. 40 a Teodosio, año 388; 51, año 390; y 57 al usurpador Eugenio, año 392); y la limitación por el derecho del poder imperial. Como ha sido señalado por Giuseppe Zecchini en su excelente síntesis Il pensiero politico romano (1997), esta visión positiva de los principios de la romanidad, sobre todo de la Roma de los orígenes y de la República, fue recogida y aceptada por Agustín de Hipona en la obra cumbre de la teología política cristiana, De civitate Dei, fruto de la reflexión suscitada por el saqueo de Roma en el 410, obra de hondísima influencia durante toda la Edad Media, influencia que llega palpablemente a Tomás de Aquino y a los autores españoles del XVI hasta Francisco Suárez y, por supuesto, a todas las corrientes de la Reforma. Quiere decirse con ello que la consideración positiva de los elementos que podríamos llamar democráticos de esta tradición romana se hallaron presentes de manera estable y continuada hasta bien entrado el siglo XVII. La imagen y el recuerdo de la libertas del pueblo mantendrá su existencia y su efectividad más o menos intensa, más o menos reconocida, en todas las épocas del pensamiento occidental.
Es cierto que el voluntarismo tendencialmente teocrático de la Reforma dejaría sentir sus efectos en un concepto fundamental del pensamiento político y constitucional, el de soberanía del Estado, «llamada por los latinos maiestas», no ya por su habitual atribución a un poder ejecutivo monárquico, sino por el hecho de venir configurada como una potestad única exenta de límites, según aparece en la corriente cuya más famosa formulación corresponde a Jean Bodin y se halla contenida, como es de todos sabido, en sus Six livres de la république (1576). Bodin rechazaba muy coherentemente con sus propios presupuestos las formas mixtas de gobierno. El problema de esta línea de pensamiento —que alcanza a Hobbes y en menor medida a Rousseau— radica en que presta una fundamentación a las venideras democracias totalitarias. Como advertía Hans Kelsen en su De la esencia y valor de la democracia (2.ª edición de 1929), los teóricos de la democracia absoluta utilizan en realidad una hipótesis religioso-metafísica en virtud de la cual el pueblo y sólo el pueblo está en posesión de la verdad y tiene el conocimiento exclusivo del bien. Precisamente la virtualidad de la libertas romana consistía en su carácter jurídico, delimitado, tanto en su atribución al ciudadano como en su dimensión de potestad de los cargos públicos. La libertad consiste en el ejercicio de un conjunto de potestades y derechos subjetivos de naturaleza pública. Y en la entraña de la idea de derecho, ius, se encuentra el rasgo de la limitación. Es llamativo que los autores que impugnan estas raíces romanas de la libertad se empeñen, por otro lado, en subrayar la existencia en Roma de un derecho absoluto de propiedad privada, el cual nunca existió como tal. Éste puede considerarse el mito historiográfico más influyente sobre la naturaleza del entero ordenamiento jurídico romano, cuando fue reescrito en clave liberal.
No obstante lo anterior, resulta muy sugestivo destacar el hecho de que incluso la soberanía modelada como potestad absoluta y única encuentra límites en la propia configuración de Bodin: los contratos, la libertad y la propiedad de los ciudadanos vinculan al soberano. No es poca cosa. En este punto el autor francés hace honor a su condición de profesor de derecho romano, al aceptar una esfera de ius privatum relativamente autónoma respecto al ordenamiento público; la cual, por el mero hecho de su vigencia jurídica, impone una limitación incuestionable y eficaz al ejercicio de las potestades públicas. He aquí de nuevo la idea de libertas que se encuentra en la base del concepto de democracia occidental. Convendrá añadir que existieron otras formulaciones más racionales —por moderadas— del concepto de soberanía. Entre ellas, según la indicación de Otto von Gierke, cabe citar la de U. Huber, autor que en su obra publicada en 1674 diseña una maiestas sometida abiertamente al derecho natural (De iure civ. I, 2, c. 3-5; I, 3. c. 4).
Mejor hubieran ido las cosas si desde el principio se hubiera reparado en la idea fundacional de la maiestas romana extrayendo de las fuentes originarias los materiales para un correcto planteamiento de la soberanía popular. Cualquier lector de Cicerón o de Tito Livio o de Valerio Máximo sabe que la maiestas es un rasgo del populus Romanus. El magistrado romano ejerce una maiestas subordinada y derivada de la majestad popular. Lo mismo ocurrió después con la maiestas del emperador, el cual viene pronto conceptuado como animus y caput de una res publica entendida al modo estoico según la imagen del corpus (Séneca, De clementia 1,5,1; CJ. 9,8,5 pr.). La translatio imperii, tanto la producida en Roma como la de la Edad Media postula, —como en este último caso supo ver Dante— tanto la existencia de la soberanía popular como la de un poder (imperial) sometido a límites (Dante, Monarchia 3,7), dos aspectos de un mismo fenómeno.
Los orígenes ligados a la Reforma de la cultura alemana desde el XVIII ayudan a explicar el olvido de la tradición romana y su preferencia por Grecia. Cayeron así las obvias vinculaciones latinas de las más importantes categorías del derecho constitucional (populus, civitas, res publica, imperator, lex, maiestas, libertas, entre otras muchas). O reaparecieron en una fantasmagórica y nacionalista vestidura germánica. Gierke hablará de la «muy antigua e indestructible idea germánica de la libertad», a medio camino entre la poesía y la recuperación del buen salvaje —germano, por supuesto— de la obra de Tácito Germania. Se cultivó paralelamente un ius privatum Romanum, de gran calidad sistemática, pero por completo artificial, sobre todo por culpa de este empeño sistemático. Llevaría muy lejos profundizar sobre la genealogía de esta obsesión por lo griego, el paganismo y sus vinculaciones con la reconstrucción —más bien casi siempre invención— del pasado germánico. En un año crucial para la historia europea se publicó un libro cuyo título describe las proporciones de esa influencia. Se trataba de la obra The Tyranny of Greece over Germany escrita en 1935 por Eliza Marian Butler. El libro se centra en las grandes figuras de la literatura alemana empezando por Goethe —ein dezidierter Nichtchrist—. Pero lo mismo cabría decir del pensamiento político germano, peligrosamente enamorado del bello totalitarismo heleno. Incluso dentro del tratamiento de la historia constitucional romana —y dejando fuera a Th. Mommsen sobre cuya figura sería irreverente siquiera aventurar un juicio— en los concienzudos análisis de la investigación alemana se constata desde Niebuhr una relativa falta de atención hacia los mecanismos constitucionales y una preocupación centrada en los problemas sociales del campesinado y del uso de la tierra, con atención especial al ager publicus y las leges agrariae; un tono aristocrático, incluso una sólida historia institucional, pero dentro de una visión en la que falta el espacio para una auténtica descripción histórica de la vida política romana. Desde esos parámetros es evidente que no se dan los presupuestos para una investigación sobre la participación política popular, sencillamente porque se piensa que no existió como tal. La libertad política era a esas alturas una original y decisiva contribución de las tribus germánicas.
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Antes de concluir quisiera hacerme eco suscintamente de la publicación de una obra de crucial interés para la materia tratada en este libro. Se trata del libro de Franco Vallocchia titulado Collegi sacerdotali ed assemblee popolari nella Repubblica romana (Giappichelli Editore: Torino, 2008, pp. XI + 282). La obra ofrece mucho más de lo que indica su título. Con ello no queremos decir que su impecable análisis de la (sucesiva) introducción del régimen electoral comicial en el procedimiento de designación del pontifex maximus primero, y después de los miembros integrantes de los principales colegios sacerdotales carezca de por sí de suficiente atractivo. Más bien, dando por descontado el acierto en el tratamiento del punto central objeto del estudio, me gustaría destacar que estamos ante una contribución muy bien fundada técnicamente sobre los principios del derecho electoral romano y los límites y procedimientos de las competencias comiciales. En particular su estudio sobre la creatio, el papel de la cooptatio en la designación sacerdotal, el concepto de populus y minor pars populi demuestran un conocimiento profundo del derecho constitucional romano y, sobre todo, de las normas de derecho augural. Éste es el tipo de obra que permitirá asistir a un rejuvenecimiento de los estudios de derecho romano constitucional. Estudios en los que debe primar la utilización de categorías puramente jurídicas, para hacer frente al defecto habitual de los investigadores, dedicados desde hace mucho tiempo a primar los aspectos políticos, sociales y prosopográficos, con general desconocimiento e incluso desprecio de la estructura jurídica de los procedimientos y de las instituciones.
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